lunes, 26 de abril de 2010

Vive más...

De un tiempo a la fecha he percibido en el vox populi una constante referencia al tema del 2012 y sus múltiples connotaciones, algunas catastróficas, otras trascendentes; pero todas insistentes en que el mundo –tal y como lo conocemos- terminará, se transformará o modificará su alineación cósmica. Variantes de este tópico hay cientos y no pretendo ahondar ahora en este tema más de lo estrictamente necesario. A quien le interese hacerlo, que lo investigue a fondo (si es que le alcanza el tiempo, ¡ja!).

Lo que me parece rescatable del asunto son las múltiples creencias y corrientes que abogan por la Armonía Cósmica, la búsqueda del Ser Interior, la homogenización de la frecuencia vibratoria de los Entes o la evolución de la Conciencia del Ser. No, nada de eso requiere de sustancias psicotrópicas para su comprensión, dichas creencias se sustentan en la intuición espiritual del “más allá” en el “más acá”. Llámenle Iluminación, Gracia Divina o Meditación Trascendental; el caso es que el viaje al interior es lo de hoy; eso sí, hay que hacerlo antes que el destino o el Apocalipsis del 2012 nos alcance.

Si en el fondo todos venimos del mismo soplo de vida, o compartimos la misma sangre ancestral del eslabón perdido, o nacimos del Uno y a El regresaremos (como abogaban Plotino y sus secuaces), poco debería sorprenderme el hecho de haber encontrado al joven Skywalker escondido tras la silueta de mi entrañable –y desaparecido en acción- Darth Vader. En el juego de luz y sombras, a veces olvidamos asumir como propias ambas realidades de la misma esencia humana, pues entre el blanco y el negro, todos caminamos siempre por una interminable gama de grises. La dicotomía del ser, la eterna lucha de poderes entre el bien y el mal, sólo puede encontrar solución desde la unidad de la Conciencia. Parafraseando la canción del grupo Fobia: “lo que hace falta es una re-evolución” interna.

Y como un poco de luz no le hace daño a nadie, dejé en libertad a Skywalker para que se realizara a su antojo en mi hogar. Con la espada láser en mano decoró las paredes de mi casa con metáforas de armonía y optimismo, todas ellas producto del viaje a uno mismo para el que compré billete hace tiempo.

Por sugerencia de mi diseñadora de interiores a quien le gustó la decoración, comparto lo que encontré escrito en mis muros:

Vive más...

Cuando una estrella fugaz
rompe esta noche sin luces,
una voz clara y dulce
me susurra: vive más...

Vive... con alas abiertas,
sin rencor, sin amargura,
rompe viejas ataduras
y libera tus promesas.

Vive... surcando los cielos
y arañando el horizonte,
con la fuerza de un roble
que nunca le teme al trueno.

Vive... confiando en ti mismo,
sonriendo a la tempestad,
que tu fuerte voluntad
sorteará cualquier abismo.

Vive... deseando vivir
anhela brillar en lo alto
sin rencores en las manos
vive... sin miedo a morir.

Vive... pendiente del hoy
en el presente del alma;
la certeza del mañana
sólo la conoce Dios.

Vive... pronto y fugaz
que la vida no regresa;
llora, ama, pide, sueña,
y en tu realidad, vive más...

Karima Dávila

sábado, 27 de marzo de 2010

La resurrección del fénix

Muchas veces la vida se niega a cumplir las peticiones que tan profusa y constantemente le hacemos. Yo al menos, por más que se lo susurro a veces y se lo grito a todo pulmón en otras, todavía no le he “pegado al gordo” de la lotería, ni he disfrutado de una cena romántica con mi partner en lo alto de la Torre Eiffel, tampoco me he sacado la foto del recuerdo con George Clooney para ponerla junto a mi cama (que me perdone mi partner, pero hay de bombones a bombones) y así podría seguir enumerando cientos de ilusiones y deseos frustrados que el destino se empeña en esconderme más allá del horizonte, donde acaba el arco iris.

Cualquier guía espiritual que se precie de serlo diría que la razón de ello radica en la esencial diferencia entre lo que se quiere y lo que realmente se necesita. Claro que todos requerimos dinero para vivir –y vivir bien-, así como múltiples gadgets –entre más modernos, mejor-, una casa bonita, una familia funcional o lo que se le parezca, un trabajo bien remunerado, reconocimiento profesional y personal y hasta un perro que te ladre al regresar a casa cada noche. Eso y más cargamos en el costal de los deseos, unos son de primera necesidad, otros necesidades creadas y algunos meras banalidades, pero todos se anotan en las peticiones que lanzamos al universo cada día.

Sin embargo, no es lo mismo desear que necesitar, ¡oh no!, pero necia de mí, extendí un pliego petitorio tan extenso a la vida como lo hace un niño que pide caramelos en la dulcería. ¿Resultado? Ten cuidado con lo que deseas, porque tarde o temprano se te cumplirá... o te empacharás.

Cuando le pedí al destino dinero para ser feliz, me mandó a dar clases con los “hermanos de la caridad” y así valorar cada peso de una quincena ganada con el sudor en la frente y el gis en las manos.

Cuando pedí una relación de pareja que me hiciera feliz, me quedé sola y sin compañìa para aprender a conocerme a mí misma.

Cuando quise disfrutar de la soledad para ser feliz, me enseñó a compartirla en pareja con el dueño de mis quincenas y de mi corazón.

Cuando deseaba tener un coche último modelo para sentirme feliz, tuve uno que era último modelo, pero ¡por descontinuado!

Una vez quise tener unas vacaciones inolvidables que me hicieran feliz y el destino me lo cumplió mandando sobre mí las calamitosas plagas de Egipto: medusas agresivas, insolación en un día nublado, fiebres inexplicables, mosquitos asesinos, intoxicaciones misteriosas, el recurrente mal del colón irritable y –una de las más recientes- piojos polizontes trasatlánticos.

Cuando deseaba tener alguien que siempre me necesitara, me mandó dos retoños de mi sangre que viven atados a mi sombra, disparándome misiles de necesidades tele-dirigidos a la menor provocación.

Cuando pedí tener alguien a quien yo necesitara siempre, el destino tomó prestado a mi Jefe “hasta que el Señor vuelva a reunirnos”, nomás para que yo aprenda a necesitarlo siempre...

Cierta vez -ya en el límite de mis fuerzas- pedí alejarme de Dios, sólo para convertirme en catequista vitalicia (para que no ande “negando la cruz de mi parroquia”) y cuando quise acercarme a El, puso mi fe a prueba convirtiéndome en mamá (doy fe que no hay mayor herejía que el dolor de las contracciones al dar a luz sin que te haya hecho efecto la epidural).

Al final pedí tener alguien a quien amar toda la vida, así que la vida me obsequio un espejo en el que reflejarme todos los días y cuando deseé de todo corazón ser feliz... ¡zaz! Por las leyes del karma y de los siete años de mala suerte, juro que se rompió el espejo en mil pedazos.

Con mi mala suerte a cuestas y poseída por el espíritu de Medusa en mi interior, me armé de amuletos en los bolsillos –por si las dudas- y acudí a pedir consejo a mi diseñadora de interiores, sabia experta en estos menesteres. Juntas intentamos armar, pegar o rehacer el espejo a como diera lugar, sin conseguirlo. La muy astuta me sugirió fundir de nuevo el espejo en vez de pegar sus trozos, para que se sellaran y desaparecieran las cuarteaduras y no se crearan “falsas cicatrices” que más adelante podrían abrirse nuevamente. La única condición era que siguiera el lema de “hágalo usted mismo” y me asegurara que el nuevo espejo quedara brillante, lisito y “rechinando de limpio”. Pero debía hacerlo pronto, so riesgo de convertirme en estatua de piedra por secula seculorum.

Así que, por recomendación de la diseñadora, me acerqué a un Maestro alfarero bue-ní-si-mo que me enseñaría a fundir los trozos de mi espejo al calor de la fragua. Eso sí, la mano de obra sería mía y debía prometer con la mano sobre el corazón que seguiría al pie de la letra todas sus indicaciones. Después de jurar por todos los dioses del Olimpo que así lo haría, sufrí lo indecible con el calor del fogón al que debía introducir el espejo para su fundición. Deposité cada trozo del mismo en un molde, lo puse al fuego intentando hacer caso omiso al intenso y sofocante ambiente del lugar y a la terrible sensación de estarme quemando por dentro y por fuera. Por más porras que el Maestro me echaba, en mí aumentaba la certeza de que mi final estaba cerca: o terminaba derretida y evaporada en un tris cual nieve en el Sahara, o culminaba mis días de un modo muy ceniciento: ¡carbonizada!

Haciendo de tripas corazón, obedecí la última y más dolorosa instrucción: mirar directamente el rojo vivo de la fragua mientras el espejo se moldeaba y por ningún motivo separar la vista de él, así se me quemaran las pestañas, el iris, la niña, la pinta y hasta la santa maría. Además de ver cómo se fundían los trozos informes del cristal, también creí extinguirme en las incandescentes llamas rojas, anaranjadas y amarillas como el plumaje del ave fénix, y convertirme en cenizas. Recé en silencio para que el trabajo estuviera listo antes que me quedara ciega de nacimiento por efecto retroactivo y que el viento barriera con las cenizas de lo que fui. ¡Aleluya! No sólo tuve la pieza terminada, sino también el alma purificada en un saludable aunque doloroso proceso. Entonces pude ver de nuevo mi reflejo sin rastro de cicatrices en el cristal y valió la pena resucitar como una nueva y ¿joven? ave fénix de entre las cenizas.

A pesar de mis esfuerzos, parece que mi canto se quedó en el del gallo en vez de trascender a la hermosa melodía del fénix, pero al menos canto como las aves... Lo que sí conseguí fue que mis lágrimas tuvieran efecto curativo, pues tantas cicatrices como estrellas del cielo quedaron selladas por siempre en mi corazón.

Ahora sí estaba lista para pedirle al Hado del destino el mayor de mis deseos: todo lo necesario para gozar de la vida; a lo que el Dios de la providencia respondió muy a su manera: dándome vida para poder gozarlo todo.

Me queda claro que se deben sanar las heridas y sacudirse las cenizas para entender que la vida nunca te brinda todo lo que deseas, sino sólo lo que verdaderamente necesitas... para ser feliz.

martes, 2 de marzo de 2010

La cara oculta de la luna

Hace más de cuatro décadas, la humanidad puso su mirada en el cielo y posó su pie en la luna. Al menos eso es lo que me cuentan que dijo Neil Armstrong cuando “tocó luna” y pronunció su consabida frase célebre: “un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad”. Pero más allá de la conquista del espacio exterior, la llegada del hombre a la luna también representa la conquista del espacio interior.

Evidentemente no cualquiera y sólo algunos afortunados han tenido la oportunidad de salir de nuestra atmósfera y posar su humanidad en nuestro satélite. Pero he descubierto que nuestro espacio interior también tiene una luna, un satélite que gira en torno a nuestro ego particular y al que lanzamos cualquier cantidad de cohetes de deseos.

Como en esta vida hay que intentarlo todo, excepto las drogas y el reggaeton, decidí tripular un cohete de deseo, llené el tanque de emociones combustibles, marque el rumbo con ideales instrumentados y sólo hizo falta una pequeña chispa de alegría para que el fuselaje, ese que llamamos pasión por vivir, encendiera y los motores rugieran ensordecedoramente, lanzándome de cara a la luna e iniciando así mi conquista del espacio interior.

Para los escépticos que piensen que este fue un “viaje astral” patrocinado por Esotéricos Anónimos, siento decepcionarlos, pero nada más terrenal que viajar a tus más profundos deseos y anhelos personales. Imprescindible cargar en tu equipaje una alta y sana autoestima, el bagaje de las experiencias –buenas, malas y regulares- adquiridas con los años, dos mudas de alegría, una de humor, un libro de meditaciones, otro de Sudoku y una mente aristotélica –o de perdida marxista- que guíe tus pasos en el “más allá”. Eso sí, no debes olvidar llevar un puñado de tierra en la mano, porque en la búsqueda de las estrellas, el piso es el que siempre “sale volando”.

En el ideal de los ideales, todo mundo aluniza en el Mar de la Tranquilidad, salta de alegría anti-gravitacional por todo el lugar, planta su impronta y su bandera en cualquier cráter y reclama suyo el territorio de los deseos desde donde sale el sol hasta el ocaso. Bienvenidos a la cara visible de la luna. Su viaje interior ha sido realizado con éxito.

Así es como la euforia toca a nuestra puerta, bajo el reflector del éxito y la conquista de nuestros anhelos. Y si además hay otros viajeros visitando nuestra luna y elogiando nuestros logros, creemos haber triunfado en nuestra misión. Lamento decirlo, pero no hay nada más cercano al fracaso que permanecer en la cara iluminada de la luna pensando que el sol de la victoria te alumbra y glorifica, cuando en realidad lo que resplandece es la débil luz de un ego soberbio, inflado y efervescente que te hace creer tus propias fantasías y ver quiméricos oasis en el árido desierto lunar.

Una vez que pasas al Océano de la Tempestad, deberás dejar atrás la falsa claridad del “super yo” y enfrentarte a la verdadera conquista de la luna: la cara oculta te espera...

Cuando llegué a este punto, mi siempre aliado Darth Vader se ofreció a acompañarme para librarme de cualquier alimaña que pudiera encontrar en el camino, a mi niña interior la arropé cual tamal en el día de la Candelaria para que el frío de las tinieblas no le calara hasta los huesos y yo me proporcioné un shot proteínico de fortaleza y valentía para cruzar por los valles y cráteres más oscuros del alma. Porque, debo decirlo, todos nuestros deseos tienen también su lado oscuro. El éxito reside en conquistarlos por ambas caras, aunque en ello nos juguemos la salud emocional y la cordura.

Los más grandes y nobles deseos esconden también los más negros temores. ¡Oh, oh! Houston, tenemos problemas... En mi recorrido me topé con temibles fantasmas del pasado dignos de aparecer en una novela de Dickens, murciélagos chupa sangre capaces de absorber hasta la última gota de la savia vital –los dementores de Harry Potter seguro son parientes suyos- y hasta creí ver al mismísimo monstruo del lago Ness agazapado entre las sombras. Después de avanzar por llanos inermes y cráteres profundos y vacíos, de arrastrarme por los valles de la desolación con el gélido miedo penetrando cada átomo de mi ser, requerí hasta de la más pequeña llama de fuerza interior para salir del lado oscuro del alma. Qué suerte que siempre cargo en mis reservas una linterna de esperanza con baterías del “conejito”, como ese que vive en la luna...

Ciertamente el hombre no es más que una mota de polvo en la inmensidad del espacio, pero su ignorancia y arrogancia pueden llegar a ser tan infinitas como el mismo universo. Para muestra, un botón: en mi pequeñez de apreciación he llegado a admirar las fallas de la luna y me he quedado indiferente ante la grandeza del cosmos. ¡Vaya ceguera la mía!

Todavía no sé si lograré conquistar la cara oculta de la luna: llevo mi bandera hecha jirones y perdí a Darth Vader en alguna esquina oscura, mientras me defendía de los chupacabras y lobos salvajes. En un ambiente carente de agua (por más que levanto las piedras a mi alrededor no la encuentro, la NASA me ha timado), las únicas gotas líquidas son las que nacen de mis ojos cuando, cargada todavía con mi niña interior que tirita de frío, vislumbro a lo lejos la luz del horizonte. ¡Houston, hemos reestablecido la comunicación! Como todo en esta vida: no se trata de andar caminos, si no de saber llegar.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Súper Mamá al rescate

Es una verdad por todos conocida que un padre lo da todo por sus hijos y es capaz de realizar cualquier sacrificio en aras de su felicidad. Pero una cosa es saberlo y otra es vivirlo. No es hasta que nos convertimos en padres que vivimos en carne propia la deuda de vida que tenemos con nuestros progenitores y nos damos cuenta de la cantidad de cosas que tuvieron que pasar para criarnos y hacernos “hombres y mujeres de bien”, más aún tomando en cuenta la carencia de avances tecnológicos de la época (soy de los 70’s, lo admito): desde lavar pañales de tela hasta preparar las papillas de forma natural y hervir las mamilas de cristal al fuego de la estufa... nada comparado al día de hoy, la era de los artículos y soluciones desechables. Me pregunto si la “buena educación”, la cultura y los valores con los que me atiborraron cuando niña y con los que crecí grande, sana y fuerte, no serán de “úsese y tírese” para las nuevas generaciones.


¡Ajajá! Ahí es donde interviene el destino y para no errar el camino nos entrega a mi partner y a mí sendos talones de cobro de esa deuda de vida, disfrazada en dos “bultos de carne y hueso” a los que llamamos hijos y que nos hacen meditar por el resto de nuestros días sobre lo canijo que es ser papás en esta época y la posibilidad del retorno de la Santa Inquisición como estrategia educativa. Porque no es sino hasta que tienes hijos, que la vida “te cobra factura” (Sir Rudyard Kipling lo dice con palabras más bonitas, pero la esencia es la misma) o digamos que “equilibra los papeles” y entonces sí te hace ser creyente en tierra de herejes, bajo el cargo vitalicio de papá o mamá.

Con la estafeta en las manos, procuré no decepcionar la confianza que la vida y mis padres pusieron en mí, de tal forma que me compré un súper traje ergonómico y hecho a la medida de la Súper Mamá del siglo XXI, con aditamentos especiales y manual del usuario incluido (algo que nunca traen los niños bajo el brazo cuando nacen, ¡qué lastima!). Motivada por mi misión maternal y alimentada por las nuevas olas educativas de cero represión y coacción (adiós a los tormentos de la inquisición, a los castigos y a los chantajes emocionales, ¡buahhh!), de dominio del lenguaje y manejo de las emociones (no los mires feo, ni les hables feo y menos les grites, porque si no los traumas, ¡ufff!), de educar con respeto y autoridad (con la dulzura de una madre y la firmeza del padre, ¡vaya paquete!) y de otorgarles seguridad y libertad desde la más tierna infancia, pero eso sí, con límites (porque si no se convierten en unos tiranos berrinchudos marca ACME)... En fin, con todo este bagaje a cuestas de di a la tarea de criar a las criaturas y así fueron pasando los años y desgastándose mi traje de tanto sobre-proteger a los chiquillos. Es como el valioso caso de las toallitas húmedas para bebés: desde pequeños había que escanearlos con ellas en busca de bacterias, mugre, virus y alimañas... y así hasta la fecha... Igual hice yo con mi wonder-mom-power y día tras día escaneaba sus tristezas (para eliminarlas), sus alegrías (para exponenciarlas), sus problemas (para derrotarlos), sus logros (para publicarlos) y así sucesivamente.

Cuando llegó el momento de mandarlos al colegio, había que elegir aquel que contara con cuidados personalizados, material creativo, salones mágicos, misses de cara maternal y amigables, con un sistema eco-friendly , que además promulgara incesantemente los valores mexicanos y los derechos de los niños y de paso que estuviera incorporado a algún programa de las Naciones Unidas. ¡Bienvenidos al Instituto Carolina! Donde sus hijos no sólo conocerán lo imprescindiblemente necesario señalado en los programas de la S.E.P. sino que además se formarán en valores y virtudes del siglo XXI, a la par de adquirir habilidades tecnológicas propias de nuestra modernidad.

Todo pintaba de maravilla, hasta que me vi realizando un diplomado en artes gráficas innovativas –cortar y pegar ya no cuenta-, cursando un master intensivo en administración del tiempo libre –que ahora es nulo- y una especialización en métodos alternativos de estudio por medio de la ósmosis auditiva –si lo repito yo, te lo aprendes tú- y la hipnosis telepática avanzada –si lo estudio yo, se lo transmito a tu mente inconsciente, para que te lo aprendas de una buena vez-.

Pero yo, que todo lo puedo (así decía un comercial de la TV con respecto a las mamás), me crecí ante el reto y, tan oriunda como Hércules con el mundo a cuestas, dije: échenme tareas, exámenes, trabajos, investigaciones y cuanto más se les ocurra. Aquí está Wonder Mom para sacar a sus hijos de cualquier apuro. Porque, ¿qué sería de mis bodoques sin su madre que los protege y vela por ellos las 24 horas, los 7 días de la semana? Gracias a ello nunca han reprobado una materia ni faltado tareas, tampoco tienen inasistencias injustificadas –Dios nos guarde de la irresponsabilidad, la impuntualidad y la flojera eterna- ni han extraviado el suéter o la chamarra del uniforme.

¡Ay Hércules! Ya pesa más el mundo... pero qué tanto es tantito... todavía puedo con esto y con el manejo de la casa, con cumplir los deseos de mi partner, con las actividades extraescolares y las chambitas de cada día, con el chal obligatorio, terapéutico y semanal con las amigas en turno, con las visitas familiares, las escapadas al cine y hasta las religiosas clases de catecismo... ¡Sí se puede! ¡Sí se puede! Si las demás mamás pueden, yo también, ¡cómo de que no!

Pero más pronto cae un hablador que un cojo y por la Ley de Murphy que caí cuan larga soy con el mundo a cuestas y, desde mi muy lastimera posición en el suelo de la realidad, lo vi rodar sin mi ayuda... ¡Vaya, vaya! Yo que pensaba que se iba a acabar el mundo si no lo cargaba, y el mundo que se va rodando solo, ¡ja! Humillada por la cruda verdad me doy cuenta que no soy súper poderosa, ni mucho menos –no se lo cuenten a mis hijos hasta que cumplan los 35- aunque, acá entre nos, sí puedo aparentar que tengo poderes, para eso soy un as:

Tengo el poder de leer los pensamientos a través de la mirada, sobretodo cuando el niño en cuestión ha hecho alguna travesura, roto una ventana con el balón de soccer o si utiliza el truco de cara angelical para obtener el juguete de moda.

Además, me formatearon con un detector de mentiras integrado en el subconsciente que sabe leer las señales no verbales de cualquier sujeto menor de edad que viva bajo el mismo techo (con los mayores de edad no funciona muy bien, ¡qué pena!).

También poseo el don de la ubicuidad, de estar en 2 lugares al mismo tiempo o de hacer más de 2 cosas a la vez –lo que en los 80’s llamaban milusos-. ¿Qué mamá no ha ayudado a estudiar a sus hijos para un examen mientras atiende una llamada telefónica, agenda las citas del pediatra y el dentista, ve su serie favorita –que siempre pasan a la hora de acostar niños, ¡gracias!-, prepara el uniforme del colegio para el día siguiente y se lava los dientes con la mano que le queda libre? La post-modernidad nos ha convertido en unas post-mamás que además deben ser multi-task.

Por si fuera poco, el instinto maternal me puede hacer rugir como una leona herida, correr como una gacela, visualizar el peligro a la velocidad de la luz, volar por los aires para evitar un accidente... todo con el fin de salvaguardar el bienestar de mis hijos y asegurar la supervivencia de la especie.

La apoteosis de estos poderes es la habilidad de tele transportación –apoyada por una buena nave-, de la eterna comunicación –el celular es el “móvil perfecto”- y de la perpetua actualización –para eso son las PC, laptops, ipods, blackberries y demás gadgets, amén de Twitter y FaceBook-.

Sin embargo, no hay herramienta que sustituya la tan necesaria paz interior -por mucho Dalay o chochos que me automedique- ni tampoco la fortaleza de espíritu y mucho menos que reemplace la capacidad intelectual y emocional de la mamá que piensa que debe resolverlo todo antes de acostarse cada noche a dormir.

Por lo que, después de consultarlo con mi niña interior, quien ya hizo graffitis por toda la casa aprovechando mi ausencia, y también con Darth Vader (mi alter ego) a quien le subió tanto la presión arterial que hubo que administrarle sedantes y oxígeno a través de la máscara; he decidido guardar el traje de Wonder Mom para otra vida...

¡Vaya cara que pusieron mis hijos cuando me vieron vestida de civil! Y ahora, mamá ¿quién podrá salvarnos?

“Pues tú mismo, mi hijito, mi hijita, ándele, haga su tarea, guarde sus juguetes, no me rezongue, recoja su cuarto, obedezca a su padre, tienda la cama, estúdiele, báñese y no olvide lavarse detrás de las orejas...”

Hoy por hoy puedo constatar que los chiquillos han sobrevivido exitosamente a la ausencia de súper héroes en casa, aunque a cambio más de una tarea y algunas buenas calificaciones hayan muerto por la patria. Al principio se rebelaron como el Peje en busca de un súper héroe legítimo, pero al final, como el Peje, no les quedó más que hacerse a la idea de que así son las cosas.

“Renovarse o morir” reza el refrán.
“O copelas o cuello” dice el hampón.
“Si no obedeces, te mando a un internado militarizado” dice la mamá.

Parece que este último argumento terminó por convencerlos al fin.

jueves, 15 de octubre de 2009

Diseño de interiores

A veces pienso que vivir es tan excitante como aventarse de un paracaídas a gran altura, porque tienes dos opciones: o te avientas y confías en lo que el instructor, la experiencia y los instintos te dictan; o te tomas tu tiempo reflexionando... y de todas maneras el instructor –llámese Dios, destino, azar, etc.- te empuja fuera de tu área de confort ¡y de la nave!

Nunca he intentado lo del paracaídas (hay cosas que no se le desean a nadie), pero lo de “aventarse al vacío” sí aparece en mi expediente y siempre ruego porque se abra el “parachute” antes de estamparme delicadamente con la cruda realidad, aunque para ser sincera, he tenido más de un aterrizaje forzoso, ¡ouch!

A Darth Vader no le gustó el último “aterrizaje”, por lo que a regañadientes lo arrastro conmigo hasta unos de esos establecimientos donde venden de todo para reparar su casa por dentro y por fuera y que tanto me recomendó mi doctor House visitar. No me da confianza el lema de la tienda, parece que veladamente dijera: “nadie es tan inútil que no pueda hacerlo”. Inútil... esa es la descripción perfecta de mis habilidades en la materia: con dos manos izquierdas para el trabajo manual –recortar y pegar no cuenta, aunque mis amigas del Ducky no estén de acuerdo- y dos pies izquierdos para la motricidad gruesa –la Pecas es testigo que ¡hasta las jirafas tienen más gracia que yo al bailar!-, soy el blanco perfecto para los dardos envenenados de cualquier mal vendedor, qué remedio.

Después de vagar por el lugar con actitud imperturbable y cara de autosuficiencia (así ningún vendedor se te acercará jamás), me encontré con el área de talleres, uno en especial proclamaba “Hágalo usted mismo en 15 lecciones”. Se trataba de un curso elemental de diseño de interiores, basado en el análisis de la decoración interna del hogar para establecer sus puntos fuertes o armónicos y sus puntos débiles o “pasados de moda”. Todo esto bajo el auspicio de los cuatro pilares capitales en el diseño del siglo XXI: Feng Shui, I Ching, Namasté Yoga (o cualquiera de sus versiones) y Minimalismo Trascendental.
Asustada hasta los dientes por semejante barbarie, tomé rápidamente a Darth Vader de la mano y a mi niña interior de la otra e intenté salir de ese lugar de eclecticismo y perdición lo antes posible, al fin que mi casa está bien bonita por dentro, ¿qué no? ¡Yo no necesito una remodelación new age y menos ahora con el ranazo de mi último aterrizaje! Todavía me duelen las heridas y no estoy de humor para cambiar el tapiz de los muros.

En eso estaba yo cuando ¡zaz!, la expositora del curso se interpone en mi camino y al tratar de evadirla tropiezo con una de esas pirámides de objetos que estratégicamente instalan en los pasillos de los autoservicios para que, literalmente, te topes con ellas. Ni la magistral barrida en 1ª base que traté de simular me libró de los cientos de latas de pintura volando y rodando por todo el local, ¡qué oso!

Con el cuerpo adolorido y la ánimo arrastrándose por el piso, permití que la amable diseñadora me ayudara a recoger los pedazos de mi autoestima y también los botes de pintura. Parecía buena persona y en un abrir y cerrar de ojos ya habíamos entablado una amable conversación, a la que le siguió una primera sesión de interiorismo que me zampé estoicamente, sentada en una silla de plástico (un diván no hubiera estado naaaada mal) y con un cúmulo de datos que el mismísimo Einstein envidiaría por su extensión y complejidad. Recurrí entonces a mi técnica casi perfecta de ver sin mirar, oír sin escuchar y sentir sin percibir, a ver si en estado de auto hipnosis libraba mejor el trance. De lejos escuché una voz hablando muy quedito, apenas un murmullo en mi oído que me decía lo que yo secretamente siempre he sabido: tengo algunas habilidades para el diseño que pocas veces utilizo, excepto por la habilidad de acomodar un elemento en el lugar equivocado –para eso sí soy buena-, lo que rompe la armonía y perjudica el fluir de la energía interior (como afirma Mrs. Pastrana, mi yoguini : deja que la energía fluya y no interfieras en su camino); amén de las veces que no tengo ni la más remota idea de para qué sirven las cosas y las arrumbo en cualquier rincón de la casa, como sucedió con aquella salsera/molcajete/pisapapeles de uso desconocido que alguien -nunca supe quién- nos regaló el día de la boda y cuya función real no aparece ni en los X Files, ¡gracias!.

La vocecita aumenta de volumen y me reincorpora a la realidad con estas conclusiones: contrario a lo que yo pensaba, sí poseo las habilidades del justo interiorismo (o lo que es lo mismo, poner cada elemento donde corresponde), tal vez sólo sea cuestión de realizar un curso básico en reminiscencia platónica para encontrarlas, donde quiera que se hayan escondido. Pero eso no es todo en el diagnóstico, pues resulta que tengo bloqueado el tercer ojo, el Feng Shui invertido (¡ay Dios!), mi energía vital fluye a contracorriente y mis chacras, al igual que los planetas, están desalineados... ¿Nada más?

Para mi buena fortuna, la diseñadora lleva muchos años de experiencia impartiendo el taller y se interesa por mi caso. Propone ser mi guía en estos menesteres bajo el lema del ahorro triple: ahorro de tiempo, ahorro de dinero y ahorro de sufrimiento. ¿Y el ahorro de esfuerzo no está incluido en la ecuación? Dice que no, que el esfuerzo no se ahorra, se invierte y yo requiero de grandes cantidades para mi proyecto personal. Bueno... todo sea por ahorrar sufrimiento, pues...

Me despido de mi nueva y flamante interiorista con la promesa de acudir puntualmente a la siguiente sesión. En eso el gusano de la curiosidad se abrió paso por mi boca y exclamó: ¿qué puedo ir haciendo hasta entonces?, lo que dio inicio a mi primera tarea de “hágalo usted mismo”. Consiste en realizar un inventario exhaustivo de cuanto sirve o no en mi casa, establecer a cuál de los 5 elementos del Feng Shui pertenece cada cosa (madera, tierra, fuego, metal o agua), proponer una ubicación estratégica de cada una de ellas que potencialice la energía positiva y aleje las malas vibras –y de paso los malos pensamientos- y, además, llevar un registro puntual de las veces que oiga ladrar al perro del vecino (día, hora, duración, porqué empezó a ladrar, cómo fue que se calló, etc.). ¡Carambolas! Eso me merezco por preguntona, la verdad.

Ante mi cara de angustia desbordada, la diseñadora me obsequia un vale para instalar ventanas dobles en toda la casa –de esas que aíslan los sonidos externos- y una dotación completa de botes de pintura que resultaron abollados en un reciente “incidente”.

Me despido, no sin antes agradecerle en nombre de Vader (que ya se anda quitando la máscara) y de mi niña interior (que está eligiendo los colores para su recámara). Me faltó comentarle acerca de las abejas y el taladro, que me visitan como suegra en vacaciones: sabes cuándo llega pero nunca cuándo se irá... ¡hasta que la corres! Ya será en otra sesión.

¡Manos a la obra, remodelación en marcha!

domingo, 4 de octubre de 2009

Médico "a domicilio"

De entre todos a quienes llamo mis amigos, hay uno que por casualidad es mi médico de cabecera. Si bien me lleva algunos años de más (y algunos kilos también), reconozco que al paso del tiempo y de mis achacosos síntomas, nos han unido el gusto por la lectura "pesada" (si los libros no tienen más de 500 páginas, no merecen ser leídos), así como la afición a los viajes al otro lado de ese charco al que llamamos Atlántico.

Es muy curioso que con este amigo nunca sé a ciencia cierta cuándo comienza la consulta y termina la charla, si es que hubiera alguna distinción entre ellas, pues cualquier trivialidad puede contener un dato interesante para este Dr. House. Y no en vano lo llamo así, pues su nombre real es tan "rimbombante", que asombraría a las más nobles familias mexicanas.

Basta con cruzar la puerta de su consultorio para que el fornido House que espera tras el escritorio te escanée con rayos X todas tus dolencias, afecciones, síndromes y hasta tu lado más oscuro... ¡Oh my God!

Total, que para cuando tomas asiento habiendo saludado cortésmente, ya estás en franca desventaja: el galeno te examina con la mirada de quien lo sabe todo y la sonrisa en la boca de quien no dice nada...

¡Mecachis! Todavía no abro la boca y mi vulnerabilidad ya se me agolpa como un nudo en la garganta. Después de un par de comentarios generales, asesta el primer golpe con la pregunta de rigor y yo me pregunto: ¿Cómo de que qué tengo y por qué me siento como me siento? ¿No es por eso que vengo con este gurú de la medicina? Está bien, bajo mis defensas y suelto la retahíla de síntomas que me han traído hasta aquí, mientras sus ojos miran a través mío analizando mi sombra y sin perderse una sola palabra del rosario infinito de calamidades que a mí -y solamente a mí- me suceden en este mundo. Es me recuerda lo que sabiamente dice mi sensei, que "lo que te choca, te checa" y ¡ahhh! cómo me choca la gente sufrida, por eso yo nunca, pero nunca, seré así...

El rictus en la cara de House me devuelve a la realidad. Al pobre ya se le congeló la sonrisa y tiene la mirada casi bizca, ¿pues qué le estaría yo diciendo? Creo que le conté todo lo que me aqueja desde que nací a la fecha y el doctor decidió automomificarse... No tarda en despertar de su letargo y contra atacarme en busca de la causa de mis males. El doc asume que yo la conozco, pero no sé de que retruécanos está hablando. Toma los fórceps e insiste en que dé a luz las ideas al más clásico estilo socrático y aplica la mayéutica sin más rodeos. Me pide que recuerde nuestra última plática, que ahí está la solución... ¡pero si eso fue hace 6 meses! Pobre iluso, con los 3 gramos de memoria que a duras penas conservo... Por eso le sugiero que mejor sea él quien me diga de qué pudimos haber hablado hace taaaanto tiempo, nomás para cotejar versiones...

¡Sacarrácatelas! Lo que me imaginaba: parece que el taladro de mi cabeza, el panal de abejas de mi oído y la bipolaridad efervescente de mi ánimo están íntimamente relacionados con el perro del vecino y sus ladridos de 24/7 (24 horas, 7 días a la semana).


¿Que si ya he hablado con el dueño del perro para solucionar este asunto? ¿Le he expuesto mis inquietudes? ¿Le he dicho lo que me disgusta y también lo que me gusta de esta situación? -mi amiga Doña Angustias siempre insiste en este punto-. Pues claaaro que he hablado con él y hasta he intentado hacer las paces, alinear los karmas y equilibrar mi energía con la del "chucho". Mira que es un animalito tan lindo... siempre y cuando el dueño sostenga la cadena del engendro del demonio mientras le reclamo por tanto ladrido infernal. Ya le he sugerido que le busque novia o que lo haga eunuco, a ver si así se calma; que lo mande de atracción al Circo Atayde o que al menos lo envíe a vivir a provincia, lo más lejos posible de este código postal, pero no hay caso. El animal sigue ladrando en estereofónico como "perro por su casa",

Yo me muerdo la lengua, tragándome mis más negros pensamientos sobre el futuro que debería tener semejante bestia. ¿Cómo puede alguien como mi vecino, con cara de buena persona, soportar una mascota así y encima defenderla? No, si al final, hasta lástima me da el animalito...

¡Ahí está el problema! Otra vez House analizándome el fondo del ojo sin instrumental. Parece que permito que las cosas me afecten demasiado por ser "tan sensible" (sic). Ya me ha dicho mi amiga la Pecas que me desenganche, pero nomás no encuentro el gancho para quitármelo, ¡caray!

Total, que la solución es embarrarme de manteca todos los días y enfrentar al enemigo, para que los ladridos "se me resbalen" y así librarme de mis males y de cualquier energía mal atravesada. A ver dónde consigo el remedio, porque según House todavía no han inventado las pastillas de "valemadrismo". ¡Újule! Resulta que esa "sustancia" se genera en el interior de cada persona y que esa es una de las razones por las que acudo con él, por ostentar el título de Médico Internista y ser un sabelotodo en esto de las afecciones internas.

¡Qué bueno que sigo sentada, porque el taladro, el panal y ahora un carrusel compiten en mi cabeza! House atiende una llamada, lo que me da unos minutos para aclarar mis pensamientos y fingir que me intereso por un adorno en su escritorio que se parece mucho a los huesos de tuétano que ponía mi mamá en el caldo de res cuando yo era niña. Pero el hueso del doctor -es decir, el de su escritorio- es más bien de marfil y en un costado le han tallado con cierto arte dos serpientes entrelazadas, símbolo de los galenos de fiar.

Regreso a la realidad justo a tiempo para recibir la estocada final: ¿y cómo está Mayté, la mujer? Esta pregunta por mi género en 3a. persona me deja dando vueltas como mayate boca arriba. Kafka se sentiría orgulloso de mí, pero no así House que impaciente me explica las cosas con manzanas y flores, a ver si ahora sí, después de tantos años, destapo el lado oscuro del que nunca hablo en consulta ¿Pues que no hemos estado hablando de eso toooodo este tiempo? Pues no, Obi Wan insiste en hacerme sentir como Darth Vader y de plano me declaro tábula rasa (o sea, en blanco) con la esperanza que me deje ir a casa antes de Navidad. Balbuceo sin sentido mientras el galeno se acomoda circunspecto el estetoscopio alrededor del cuello y me dedica una mirada de franca condescendencia.

Por fin me receta unos chochos para el PH y otros más -bien contaditos- para dormir y descansar, ambas dos cosas. Como House no es terapeuta, o eso dice, prefiere mandar a Darth Vader al diván de un especialista. A mi niña interior le receta unos tapones en los oídos, nomás en lo que me hago amiga del can o le ponen un bozal.


De tarea me pide que asista al simposio de "Freud y el significado oculto de los ladridos" y afiliarme de por vida a Greenpeace. Sólo así me libraré del taladro y las abejas.