miércoles, 30 de diciembre de 2009

Súper Mamá al rescate

Es una verdad por todos conocida que un padre lo da todo por sus hijos y es capaz de realizar cualquier sacrificio en aras de su felicidad. Pero una cosa es saberlo y otra es vivirlo. No es hasta que nos convertimos en padres que vivimos en carne propia la deuda de vida que tenemos con nuestros progenitores y nos damos cuenta de la cantidad de cosas que tuvieron que pasar para criarnos y hacernos “hombres y mujeres de bien”, más aún tomando en cuenta la carencia de avances tecnológicos de la época (soy de los 70’s, lo admito): desde lavar pañales de tela hasta preparar las papillas de forma natural y hervir las mamilas de cristal al fuego de la estufa... nada comparado al día de hoy, la era de los artículos y soluciones desechables. Me pregunto si la “buena educación”, la cultura y los valores con los que me atiborraron cuando niña y con los que crecí grande, sana y fuerte, no serán de “úsese y tírese” para las nuevas generaciones.


¡Ajajá! Ahí es donde interviene el destino y para no errar el camino nos entrega a mi partner y a mí sendos talones de cobro de esa deuda de vida, disfrazada en dos “bultos de carne y hueso” a los que llamamos hijos y que nos hacen meditar por el resto de nuestros días sobre lo canijo que es ser papás en esta época y la posibilidad del retorno de la Santa Inquisición como estrategia educativa. Porque no es sino hasta que tienes hijos, que la vida “te cobra factura” (Sir Rudyard Kipling lo dice con palabras más bonitas, pero la esencia es la misma) o digamos que “equilibra los papeles” y entonces sí te hace ser creyente en tierra de herejes, bajo el cargo vitalicio de papá o mamá.

Con la estafeta en las manos, procuré no decepcionar la confianza que la vida y mis padres pusieron en mí, de tal forma que me compré un súper traje ergonómico y hecho a la medida de la Súper Mamá del siglo XXI, con aditamentos especiales y manual del usuario incluido (algo que nunca traen los niños bajo el brazo cuando nacen, ¡qué lastima!). Motivada por mi misión maternal y alimentada por las nuevas olas educativas de cero represión y coacción (adiós a los tormentos de la inquisición, a los castigos y a los chantajes emocionales, ¡buahhh!), de dominio del lenguaje y manejo de las emociones (no los mires feo, ni les hables feo y menos les grites, porque si no los traumas, ¡ufff!), de educar con respeto y autoridad (con la dulzura de una madre y la firmeza del padre, ¡vaya paquete!) y de otorgarles seguridad y libertad desde la más tierna infancia, pero eso sí, con límites (porque si no se convierten en unos tiranos berrinchudos marca ACME)... En fin, con todo este bagaje a cuestas de di a la tarea de criar a las criaturas y así fueron pasando los años y desgastándose mi traje de tanto sobre-proteger a los chiquillos. Es como el valioso caso de las toallitas húmedas para bebés: desde pequeños había que escanearlos con ellas en busca de bacterias, mugre, virus y alimañas... y así hasta la fecha... Igual hice yo con mi wonder-mom-power y día tras día escaneaba sus tristezas (para eliminarlas), sus alegrías (para exponenciarlas), sus problemas (para derrotarlos), sus logros (para publicarlos) y así sucesivamente.

Cuando llegó el momento de mandarlos al colegio, había que elegir aquel que contara con cuidados personalizados, material creativo, salones mágicos, misses de cara maternal y amigables, con un sistema eco-friendly , que además promulgara incesantemente los valores mexicanos y los derechos de los niños y de paso que estuviera incorporado a algún programa de las Naciones Unidas. ¡Bienvenidos al Instituto Carolina! Donde sus hijos no sólo conocerán lo imprescindiblemente necesario señalado en los programas de la S.E.P. sino que además se formarán en valores y virtudes del siglo XXI, a la par de adquirir habilidades tecnológicas propias de nuestra modernidad.

Todo pintaba de maravilla, hasta que me vi realizando un diplomado en artes gráficas innovativas –cortar y pegar ya no cuenta-, cursando un master intensivo en administración del tiempo libre –que ahora es nulo- y una especialización en métodos alternativos de estudio por medio de la ósmosis auditiva –si lo repito yo, te lo aprendes tú- y la hipnosis telepática avanzada –si lo estudio yo, se lo transmito a tu mente inconsciente, para que te lo aprendas de una buena vez-.

Pero yo, que todo lo puedo (así decía un comercial de la TV con respecto a las mamás), me crecí ante el reto y, tan oriunda como Hércules con el mundo a cuestas, dije: échenme tareas, exámenes, trabajos, investigaciones y cuanto más se les ocurra. Aquí está Wonder Mom para sacar a sus hijos de cualquier apuro. Porque, ¿qué sería de mis bodoques sin su madre que los protege y vela por ellos las 24 horas, los 7 días de la semana? Gracias a ello nunca han reprobado una materia ni faltado tareas, tampoco tienen inasistencias injustificadas –Dios nos guarde de la irresponsabilidad, la impuntualidad y la flojera eterna- ni han extraviado el suéter o la chamarra del uniforme.

¡Ay Hércules! Ya pesa más el mundo... pero qué tanto es tantito... todavía puedo con esto y con el manejo de la casa, con cumplir los deseos de mi partner, con las actividades extraescolares y las chambitas de cada día, con el chal obligatorio, terapéutico y semanal con las amigas en turno, con las visitas familiares, las escapadas al cine y hasta las religiosas clases de catecismo... ¡Sí se puede! ¡Sí se puede! Si las demás mamás pueden, yo también, ¡cómo de que no!

Pero más pronto cae un hablador que un cojo y por la Ley de Murphy que caí cuan larga soy con el mundo a cuestas y, desde mi muy lastimera posición en el suelo de la realidad, lo vi rodar sin mi ayuda... ¡Vaya, vaya! Yo que pensaba que se iba a acabar el mundo si no lo cargaba, y el mundo que se va rodando solo, ¡ja! Humillada por la cruda verdad me doy cuenta que no soy súper poderosa, ni mucho menos –no se lo cuenten a mis hijos hasta que cumplan los 35- aunque, acá entre nos, sí puedo aparentar que tengo poderes, para eso soy un as:

Tengo el poder de leer los pensamientos a través de la mirada, sobretodo cuando el niño en cuestión ha hecho alguna travesura, roto una ventana con el balón de soccer o si utiliza el truco de cara angelical para obtener el juguete de moda.

Además, me formatearon con un detector de mentiras integrado en el subconsciente que sabe leer las señales no verbales de cualquier sujeto menor de edad que viva bajo el mismo techo (con los mayores de edad no funciona muy bien, ¡qué pena!).

También poseo el don de la ubicuidad, de estar en 2 lugares al mismo tiempo o de hacer más de 2 cosas a la vez –lo que en los 80’s llamaban milusos-. ¿Qué mamá no ha ayudado a estudiar a sus hijos para un examen mientras atiende una llamada telefónica, agenda las citas del pediatra y el dentista, ve su serie favorita –que siempre pasan a la hora de acostar niños, ¡gracias!-, prepara el uniforme del colegio para el día siguiente y se lava los dientes con la mano que le queda libre? La post-modernidad nos ha convertido en unas post-mamás que además deben ser multi-task.

Por si fuera poco, el instinto maternal me puede hacer rugir como una leona herida, correr como una gacela, visualizar el peligro a la velocidad de la luz, volar por los aires para evitar un accidente... todo con el fin de salvaguardar el bienestar de mis hijos y asegurar la supervivencia de la especie.

La apoteosis de estos poderes es la habilidad de tele transportación –apoyada por una buena nave-, de la eterna comunicación –el celular es el “móvil perfecto”- y de la perpetua actualización –para eso son las PC, laptops, ipods, blackberries y demás gadgets, amén de Twitter y FaceBook-.

Sin embargo, no hay herramienta que sustituya la tan necesaria paz interior -por mucho Dalay o chochos que me automedique- ni tampoco la fortaleza de espíritu y mucho menos que reemplace la capacidad intelectual y emocional de la mamá que piensa que debe resolverlo todo antes de acostarse cada noche a dormir.

Por lo que, después de consultarlo con mi niña interior, quien ya hizo graffitis por toda la casa aprovechando mi ausencia, y también con Darth Vader (mi alter ego) a quien le subió tanto la presión arterial que hubo que administrarle sedantes y oxígeno a través de la máscara; he decidido guardar el traje de Wonder Mom para otra vida...

¡Vaya cara que pusieron mis hijos cuando me vieron vestida de civil! Y ahora, mamá ¿quién podrá salvarnos?

“Pues tú mismo, mi hijito, mi hijita, ándele, haga su tarea, guarde sus juguetes, no me rezongue, recoja su cuarto, obedezca a su padre, tienda la cama, estúdiele, báñese y no olvide lavarse detrás de las orejas...”

Hoy por hoy puedo constatar que los chiquillos han sobrevivido exitosamente a la ausencia de súper héroes en casa, aunque a cambio más de una tarea y algunas buenas calificaciones hayan muerto por la patria. Al principio se rebelaron como el Peje en busca de un súper héroe legítimo, pero al final, como el Peje, no les quedó más que hacerse a la idea de que así son las cosas.

“Renovarse o morir” reza el refrán.
“O copelas o cuello” dice el hampón.
“Si no obedeces, te mando a un internado militarizado” dice la mamá.

Parece que este último argumento terminó por convencerlos al fin.

jueves, 15 de octubre de 2009

Diseño de interiores

A veces pienso que vivir es tan excitante como aventarse de un paracaídas a gran altura, porque tienes dos opciones: o te avientas y confías en lo que el instructor, la experiencia y los instintos te dictan; o te tomas tu tiempo reflexionando... y de todas maneras el instructor –llámese Dios, destino, azar, etc.- te empuja fuera de tu área de confort ¡y de la nave!

Nunca he intentado lo del paracaídas (hay cosas que no se le desean a nadie), pero lo de “aventarse al vacío” sí aparece en mi expediente y siempre ruego porque se abra el “parachute” antes de estamparme delicadamente con la cruda realidad, aunque para ser sincera, he tenido más de un aterrizaje forzoso, ¡ouch!

A Darth Vader no le gustó el último “aterrizaje”, por lo que a regañadientes lo arrastro conmigo hasta unos de esos establecimientos donde venden de todo para reparar su casa por dentro y por fuera y que tanto me recomendó mi doctor House visitar. No me da confianza el lema de la tienda, parece que veladamente dijera: “nadie es tan inútil que no pueda hacerlo”. Inútil... esa es la descripción perfecta de mis habilidades en la materia: con dos manos izquierdas para el trabajo manual –recortar y pegar no cuenta, aunque mis amigas del Ducky no estén de acuerdo- y dos pies izquierdos para la motricidad gruesa –la Pecas es testigo que ¡hasta las jirafas tienen más gracia que yo al bailar!-, soy el blanco perfecto para los dardos envenenados de cualquier mal vendedor, qué remedio.

Después de vagar por el lugar con actitud imperturbable y cara de autosuficiencia (así ningún vendedor se te acercará jamás), me encontré con el área de talleres, uno en especial proclamaba “Hágalo usted mismo en 15 lecciones”. Se trataba de un curso elemental de diseño de interiores, basado en el análisis de la decoración interna del hogar para establecer sus puntos fuertes o armónicos y sus puntos débiles o “pasados de moda”. Todo esto bajo el auspicio de los cuatro pilares capitales en el diseño del siglo XXI: Feng Shui, I Ching, Namasté Yoga (o cualquiera de sus versiones) y Minimalismo Trascendental.
Asustada hasta los dientes por semejante barbarie, tomé rápidamente a Darth Vader de la mano y a mi niña interior de la otra e intenté salir de ese lugar de eclecticismo y perdición lo antes posible, al fin que mi casa está bien bonita por dentro, ¿qué no? ¡Yo no necesito una remodelación new age y menos ahora con el ranazo de mi último aterrizaje! Todavía me duelen las heridas y no estoy de humor para cambiar el tapiz de los muros.

En eso estaba yo cuando ¡zaz!, la expositora del curso se interpone en mi camino y al tratar de evadirla tropiezo con una de esas pirámides de objetos que estratégicamente instalan en los pasillos de los autoservicios para que, literalmente, te topes con ellas. Ni la magistral barrida en 1ª base que traté de simular me libró de los cientos de latas de pintura volando y rodando por todo el local, ¡qué oso!

Con el cuerpo adolorido y la ánimo arrastrándose por el piso, permití que la amable diseñadora me ayudara a recoger los pedazos de mi autoestima y también los botes de pintura. Parecía buena persona y en un abrir y cerrar de ojos ya habíamos entablado una amable conversación, a la que le siguió una primera sesión de interiorismo que me zampé estoicamente, sentada en una silla de plástico (un diván no hubiera estado naaaada mal) y con un cúmulo de datos que el mismísimo Einstein envidiaría por su extensión y complejidad. Recurrí entonces a mi técnica casi perfecta de ver sin mirar, oír sin escuchar y sentir sin percibir, a ver si en estado de auto hipnosis libraba mejor el trance. De lejos escuché una voz hablando muy quedito, apenas un murmullo en mi oído que me decía lo que yo secretamente siempre he sabido: tengo algunas habilidades para el diseño que pocas veces utilizo, excepto por la habilidad de acomodar un elemento en el lugar equivocado –para eso sí soy buena-, lo que rompe la armonía y perjudica el fluir de la energía interior (como afirma Mrs. Pastrana, mi yoguini : deja que la energía fluya y no interfieras en su camino); amén de las veces que no tengo ni la más remota idea de para qué sirven las cosas y las arrumbo en cualquier rincón de la casa, como sucedió con aquella salsera/molcajete/pisapapeles de uso desconocido que alguien -nunca supe quién- nos regaló el día de la boda y cuya función real no aparece ni en los X Files, ¡gracias!.

La vocecita aumenta de volumen y me reincorpora a la realidad con estas conclusiones: contrario a lo que yo pensaba, sí poseo las habilidades del justo interiorismo (o lo que es lo mismo, poner cada elemento donde corresponde), tal vez sólo sea cuestión de realizar un curso básico en reminiscencia platónica para encontrarlas, donde quiera que se hayan escondido. Pero eso no es todo en el diagnóstico, pues resulta que tengo bloqueado el tercer ojo, el Feng Shui invertido (¡ay Dios!), mi energía vital fluye a contracorriente y mis chacras, al igual que los planetas, están desalineados... ¿Nada más?

Para mi buena fortuna, la diseñadora lleva muchos años de experiencia impartiendo el taller y se interesa por mi caso. Propone ser mi guía en estos menesteres bajo el lema del ahorro triple: ahorro de tiempo, ahorro de dinero y ahorro de sufrimiento. ¿Y el ahorro de esfuerzo no está incluido en la ecuación? Dice que no, que el esfuerzo no se ahorra, se invierte y yo requiero de grandes cantidades para mi proyecto personal. Bueno... todo sea por ahorrar sufrimiento, pues...

Me despido de mi nueva y flamante interiorista con la promesa de acudir puntualmente a la siguiente sesión. En eso el gusano de la curiosidad se abrió paso por mi boca y exclamó: ¿qué puedo ir haciendo hasta entonces?, lo que dio inicio a mi primera tarea de “hágalo usted mismo”. Consiste en realizar un inventario exhaustivo de cuanto sirve o no en mi casa, establecer a cuál de los 5 elementos del Feng Shui pertenece cada cosa (madera, tierra, fuego, metal o agua), proponer una ubicación estratégica de cada una de ellas que potencialice la energía positiva y aleje las malas vibras –y de paso los malos pensamientos- y, además, llevar un registro puntual de las veces que oiga ladrar al perro del vecino (día, hora, duración, porqué empezó a ladrar, cómo fue que se calló, etc.). ¡Carambolas! Eso me merezco por preguntona, la verdad.

Ante mi cara de angustia desbordada, la diseñadora me obsequia un vale para instalar ventanas dobles en toda la casa –de esas que aíslan los sonidos externos- y una dotación completa de botes de pintura que resultaron abollados en un reciente “incidente”.

Me despido, no sin antes agradecerle en nombre de Vader (que ya se anda quitando la máscara) y de mi niña interior (que está eligiendo los colores para su recámara). Me faltó comentarle acerca de las abejas y el taladro, que me visitan como suegra en vacaciones: sabes cuándo llega pero nunca cuándo se irá... ¡hasta que la corres! Ya será en otra sesión.

¡Manos a la obra, remodelación en marcha!

domingo, 4 de octubre de 2009

Médico "a domicilio"

De entre todos a quienes llamo mis amigos, hay uno que por casualidad es mi médico de cabecera. Si bien me lleva algunos años de más (y algunos kilos también), reconozco que al paso del tiempo y de mis achacosos síntomas, nos han unido el gusto por la lectura "pesada" (si los libros no tienen más de 500 páginas, no merecen ser leídos), así como la afición a los viajes al otro lado de ese charco al que llamamos Atlántico.

Es muy curioso que con este amigo nunca sé a ciencia cierta cuándo comienza la consulta y termina la charla, si es que hubiera alguna distinción entre ellas, pues cualquier trivialidad puede contener un dato interesante para este Dr. House. Y no en vano lo llamo así, pues su nombre real es tan "rimbombante", que asombraría a las más nobles familias mexicanas.

Basta con cruzar la puerta de su consultorio para que el fornido House que espera tras el escritorio te escanée con rayos X todas tus dolencias, afecciones, síndromes y hasta tu lado más oscuro... ¡Oh my God!

Total, que para cuando tomas asiento habiendo saludado cortésmente, ya estás en franca desventaja: el galeno te examina con la mirada de quien lo sabe todo y la sonrisa en la boca de quien no dice nada...

¡Mecachis! Todavía no abro la boca y mi vulnerabilidad ya se me agolpa como un nudo en la garganta. Después de un par de comentarios generales, asesta el primer golpe con la pregunta de rigor y yo me pregunto: ¿Cómo de que qué tengo y por qué me siento como me siento? ¿No es por eso que vengo con este gurú de la medicina? Está bien, bajo mis defensas y suelto la retahíla de síntomas que me han traído hasta aquí, mientras sus ojos miran a través mío analizando mi sombra y sin perderse una sola palabra del rosario infinito de calamidades que a mí -y solamente a mí- me suceden en este mundo. Es me recuerda lo que sabiamente dice mi sensei, que "lo que te choca, te checa" y ¡ahhh! cómo me choca la gente sufrida, por eso yo nunca, pero nunca, seré así...

El rictus en la cara de House me devuelve a la realidad. Al pobre ya se le congeló la sonrisa y tiene la mirada casi bizca, ¿pues qué le estaría yo diciendo? Creo que le conté todo lo que me aqueja desde que nací a la fecha y el doctor decidió automomificarse... No tarda en despertar de su letargo y contra atacarme en busca de la causa de mis males. El doc asume que yo la conozco, pero no sé de que retruécanos está hablando. Toma los fórceps e insiste en que dé a luz las ideas al más clásico estilo socrático y aplica la mayéutica sin más rodeos. Me pide que recuerde nuestra última plática, que ahí está la solución... ¡pero si eso fue hace 6 meses! Pobre iluso, con los 3 gramos de memoria que a duras penas conservo... Por eso le sugiero que mejor sea él quien me diga de qué pudimos haber hablado hace taaaanto tiempo, nomás para cotejar versiones...

¡Sacarrácatelas! Lo que me imaginaba: parece que el taladro de mi cabeza, el panal de abejas de mi oído y la bipolaridad efervescente de mi ánimo están íntimamente relacionados con el perro del vecino y sus ladridos de 24/7 (24 horas, 7 días a la semana).


¿Que si ya he hablado con el dueño del perro para solucionar este asunto? ¿Le he expuesto mis inquietudes? ¿Le he dicho lo que me disgusta y también lo que me gusta de esta situación? -mi amiga Doña Angustias siempre insiste en este punto-. Pues claaaro que he hablado con él y hasta he intentado hacer las paces, alinear los karmas y equilibrar mi energía con la del "chucho". Mira que es un animalito tan lindo... siempre y cuando el dueño sostenga la cadena del engendro del demonio mientras le reclamo por tanto ladrido infernal. Ya le he sugerido que le busque novia o que lo haga eunuco, a ver si así se calma; que lo mande de atracción al Circo Atayde o que al menos lo envíe a vivir a provincia, lo más lejos posible de este código postal, pero no hay caso. El animal sigue ladrando en estereofónico como "perro por su casa",

Yo me muerdo la lengua, tragándome mis más negros pensamientos sobre el futuro que debería tener semejante bestia. ¿Cómo puede alguien como mi vecino, con cara de buena persona, soportar una mascota así y encima defenderla? No, si al final, hasta lástima me da el animalito...

¡Ahí está el problema! Otra vez House analizándome el fondo del ojo sin instrumental. Parece que permito que las cosas me afecten demasiado por ser "tan sensible" (sic). Ya me ha dicho mi amiga la Pecas que me desenganche, pero nomás no encuentro el gancho para quitármelo, ¡caray!

Total, que la solución es embarrarme de manteca todos los días y enfrentar al enemigo, para que los ladridos "se me resbalen" y así librarme de mis males y de cualquier energía mal atravesada. A ver dónde consigo el remedio, porque según House todavía no han inventado las pastillas de "valemadrismo". ¡Újule! Resulta que esa "sustancia" se genera en el interior de cada persona y que esa es una de las razones por las que acudo con él, por ostentar el título de Médico Internista y ser un sabelotodo en esto de las afecciones internas.

¡Qué bueno que sigo sentada, porque el taladro, el panal y ahora un carrusel compiten en mi cabeza! House atiende una llamada, lo que me da unos minutos para aclarar mis pensamientos y fingir que me intereso por un adorno en su escritorio que se parece mucho a los huesos de tuétano que ponía mi mamá en el caldo de res cuando yo era niña. Pero el hueso del doctor -es decir, el de su escritorio- es más bien de marfil y en un costado le han tallado con cierto arte dos serpientes entrelazadas, símbolo de los galenos de fiar.

Regreso a la realidad justo a tiempo para recibir la estocada final: ¿y cómo está Mayté, la mujer? Esta pregunta por mi género en 3a. persona me deja dando vueltas como mayate boca arriba. Kafka se sentiría orgulloso de mí, pero no así House que impaciente me explica las cosas con manzanas y flores, a ver si ahora sí, después de tantos años, destapo el lado oscuro del que nunca hablo en consulta ¿Pues que no hemos estado hablando de eso toooodo este tiempo? Pues no, Obi Wan insiste en hacerme sentir como Darth Vader y de plano me declaro tábula rasa (o sea, en blanco) con la esperanza que me deje ir a casa antes de Navidad. Balbuceo sin sentido mientras el galeno se acomoda circunspecto el estetoscopio alrededor del cuello y me dedica una mirada de franca condescendencia.

Por fin me receta unos chochos para el PH y otros más -bien contaditos- para dormir y descansar, ambas dos cosas. Como House no es terapeuta, o eso dice, prefiere mandar a Darth Vader al diván de un especialista. A mi niña interior le receta unos tapones en los oídos, nomás en lo que me hago amiga del can o le ponen un bozal.


De tarea me pide que asista al simposio de "Freud y el significado oculto de los ladridos" y afiliarme de por vida a Greenpeace. Sólo así me libraré del taladro y las abejas.