sábado, 27 de marzo de 2010

La resurrección del fénix

Muchas veces la vida se niega a cumplir las peticiones que tan profusa y constantemente le hacemos. Yo al menos, por más que se lo susurro a veces y se lo grito a todo pulmón en otras, todavía no le he “pegado al gordo” de la lotería, ni he disfrutado de una cena romántica con mi partner en lo alto de la Torre Eiffel, tampoco me he sacado la foto del recuerdo con George Clooney para ponerla junto a mi cama (que me perdone mi partner, pero hay de bombones a bombones) y así podría seguir enumerando cientos de ilusiones y deseos frustrados que el destino se empeña en esconderme más allá del horizonte, donde acaba el arco iris.

Cualquier guía espiritual que se precie de serlo diría que la razón de ello radica en la esencial diferencia entre lo que se quiere y lo que realmente se necesita. Claro que todos requerimos dinero para vivir –y vivir bien-, así como múltiples gadgets –entre más modernos, mejor-, una casa bonita, una familia funcional o lo que se le parezca, un trabajo bien remunerado, reconocimiento profesional y personal y hasta un perro que te ladre al regresar a casa cada noche. Eso y más cargamos en el costal de los deseos, unos son de primera necesidad, otros necesidades creadas y algunos meras banalidades, pero todos se anotan en las peticiones que lanzamos al universo cada día.

Sin embargo, no es lo mismo desear que necesitar, ¡oh no!, pero necia de mí, extendí un pliego petitorio tan extenso a la vida como lo hace un niño que pide caramelos en la dulcería. ¿Resultado? Ten cuidado con lo que deseas, porque tarde o temprano se te cumplirá... o te empacharás.

Cuando le pedí al destino dinero para ser feliz, me mandó a dar clases con los “hermanos de la caridad” y así valorar cada peso de una quincena ganada con el sudor en la frente y el gis en las manos.

Cuando pedí una relación de pareja que me hiciera feliz, me quedé sola y sin compañìa para aprender a conocerme a mí misma.

Cuando quise disfrutar de la soledad para ser feliz, me enseñó a compartirla en pareja con el dueño de mis quincenas y de mi corazón.

Cuando deseaba tener un coche último modelo para sentirme feliz, tuve uno que era último modelo, pero ¡por descontinuado!

Una vez quise tener unas vacaciones inolvidables que me hicieran feliz y el destino me lo cumplió mandando sobre mí las calamitosas plagas de Egipto: medusas agresivas, insolación en un día nublado, fiebres inexplicables, mosquitos asesinos, intoxicaciones misteriosas, el recurrente mal del colón irritable y –una de las más recientes- piojos polizontes trasatlánticos.

Cuando deseaba tener alguien que siempre me necesitara, me mandó dos retoños de mi sangre que viven atados a mi sombra, disparándome misiles de necesidades tele-dirigidos a la menor provocación.

Cuando pedí tener alguien a quien yo necesitara siempre, el destino tomó prestado a mi Jefe “hasta que el Señor vuelva a reunirnos”, nomás para que yo aprenda a necesitarlo siempre...

Cierta vez -ya en el límite de mis fuerzas- pedí alejarme de Dios, sólo para convertirme en catequista vitalicia (para que no ande “negando la cruz de mi parroquia”) y cuando quise acercarme a El, puso mi fe a prueba convirtiéndome en mamá (doy fe que no hay mayor herejía que el dolor de las contracciones al dar a luz sin que te haya hecho efecto la epidural).

Al final pedí tener alguien a quien amar toda la vida, así que la vida me obsequio un espejo en el que reflejarme todos los días y cuando deseé de todo corazón ser feliz... ¡zaz! Por las leyes del karma y de los siete años de mala suerte, juro que se rompió el espejo en mil pedazos.

Con mi mala suerte a cuestas y poseída por el espíritu de Medusa en mi interior, me armé de amuletos en los bolsillos –por si las dudas- y acudí a pedir consejo a mi diseñadora de interiores, sabia experta en estos menesteres. Juntas intentamos armar, pegar o rehacer el espejo a como diera lugar, sin conseguirlo. La muy astuta me sugirió fundir de nuevo el espejo en vez de pegar sus trozos, para que se sellaran y desaparecieran las cuarteaduras y no se crearan “falsas cicatrices” que más adelante podrían abrirse nuevamente. La única condición era que siguiera el lema de “hágalo usted mismo” y me asegurara que el nuevo espejo quedara brillante, lisito y “rechinando de limpio”. Pero debía hacerlo pronto, so riesgo de convertirme en estatua de piedra por secula seculorum.

Así que, por recomendación de la diseñadora, me acerqué a un Maestro alfarero bue-ní-si-mo que me enseñaría a fundir los trozos de mi espejo al calor de la fragua. Eso sí, la mano de obra sería mía y debía prometer con la mano sobre el corazón que seguiría al pie de la letra todas sus indicaciones. Después de jurar por todos los dioses del Olimpo que así lo haría, sufrí lo indecible con el calor del fogón al que debía introducir el espejo para su fundición. Deposité cada trozo del mismo en un molde, lo puse al fuego intentando hacer caso omiso al intenso y sofocante ambiente del lugar y a la terrible sensación de estarme quemando por dentro y por fuera. Por más porras que el Maestro me echaba, en mí aumentaba la certeza de que mi final estaba cerca: o terminaba derretida y evaporada en un tris cual nieve en el Sahara, o culminaba mis días de un modo muy ceniciento: ¡carbonizada!

Haciendo de tripas corazón, obedecí la última y más dolorosa instrucción: mirar directamente el rojo vivo de la fragua mientras el espejo se moldeaba y por ningún motivo separar la vista de él, así se me quemaran las pestañas, el iris, la niña, la pinta y hasta la santa maría. Además de ver cómo se fundían los trozos informes del cristal, también creí extinguirme en las incandescentes llamas rojas, anaranjadas y amarillas como el plumaje del ave fénix, y convertirme en cenizas. Recé en silencio para que el trabajo estuviera listo antes que me quedara ciega de nacimiento por efecto retroactivo y que el viento barriera con las cenizas de lo que fui. ¡Aleluya! No sólo tuve la pieza terminada, sino también el alma purificada en un saludable aunque doloroso proceso. Entonces pude ver de nuevo mi reflejo sin rastro de cicatrices en el cristal y valió la pena resucitar como una nueva y ¿joven? ave fénix de entre las cenizas.

A pesar de mis esfuerzos, parece que mi canto se quedó en el del gallo en vez de trascender a la hermosa melodía del fénix, pero al menos canto como las aves... Lo que sí conseguí fue que mis lágrimas tuvieran efecto curativo, pues tantas cicatrices como estrellas del cielo quedaron selladas por siempre en mi corazón.

Ahora sí estaba lista para pedirle al Hado del destino el mayor de mis deseos: todo lo necesario para gozar de la vida; a lo que el Dios de la providencia respondió muy a su manera: dándome vida para poder gozarlo todo.

Me queda claro que se deben sanar las heridas y sacudirse las cenizas para entender que la vida nunca te brinda todo lo que deseas, sino sólo lo que verdaderamente necesitas... para ser feliz.

martes, 2 de marzo de 2010

La cara oculta de la luna

Hace más de cuatro décadas, la humanidad puso su mirada en el cielo y posó su pie en la luna. Al menos eso es lo que me cuentan que dijo Neil Armstrong cuando “tocó luna” y pronunció su consabida frase célebre: “un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad”. Pero más allá de la conquista del espacio exterior, la llegada del hombre a la luna también representa la conquista del espacio interior.

Evidentemente no cualquiera y sólo algunos afortunados han tenido la oportunidad de salir de nuestra atmósfera y posar su humanidad en nuestro satélite. Pero he descubierto que nuestro espacio interior también tiene una luna, un satélite que gira en torno a nuestro ego particular y al que lanzamos cualquier cantidad de cohetes de deseos.

Como en esta vida hay que intentarlo todo, excepto las drogas y el reggaeton, decidí tripular un cohete de deseo, llené el tanque de emociones combustibles, marque el rumbo con ideales instrumentados y sólo hizo falta una pequeña chispa de alegría para que el fuselaje, ese que llamamos pasión por vivir, encendiera y los motores rugieran ensordecedoramente, lanzándome de cara a la luna e iniciando así mi conquista del espacio interior.

Para los escépticos que piensen que este fue un “viaje astral” patrocinado por Esotéricos Anónimos, siento decepcionarlos, pero nada más terrenal que viajar a tus más profundos deseos y anhelos personales. Imprescindible cargar en tu equipaje una alta y sana autoestima, el bagaje de las experiencias –buenas, malas y regulares- adquiridas con los años, dos mudas de alegría, una de humor, un libro de meditaciones, otro de Sudoku y una mente aristotélica –o de perdida marxista- que guíe tus pasos en el “más allá”. Eso sí, no debes olvidar llevar un puñado de tierra en la mano, porque en la búsqueda de las estrellas, el piso es el que siempre “sale volando”.

En el ideal de los ideales, todo mundo aluniza en el Mar de la Tranquilidad, salta de alegría anti-gravitacional por todo el lugar, planta su impronta y su bandera en cualquier cráter y reclama suyo el territorio de los deseos desde donde sale el sol hasta el ocaso. Bienvenidos a la cara visible de la luna. Su viaje interior ha sido realizado con éxito.

Así es como la euforia toca a nuestra puerta, bajo el reflector del éxito y la conquista de nuestros anhelos. Y si además hay otros viajeros visitando nuestra luna y elogiando nuestros logros, creemos haber triunfado en nuestra misión. Lamento decirlo, pero no hay nada más cercano al fracaso que permanecer en la cara iluminada de la luna pensando que el sol de la victoria te alumbra y glorifica, cuando en realidad lo que resplandece es la débil luz de un ego soberbio, inflado y efervescente que te hace creer tus propias fantasías y ver quiméricos oasis en el árido desierto lunar.

Una vez que pasas al Océano de la Tempestad, deberás dejar atrás la falsa claridad del “super yo” y enfrentarte a la verdadera conquista de la luna: la cara oculta te espera...

Cuando llegué a este punto, mi siempre aliado Darth Vader se ofreció a acompañarme para librarme de cualquier alimaña que pudiera encontrar en el camino, a mi niña interior la arropé cual tamal en el día de la Candelaria para que el frío de las tinieblas no le calara hasta los huesos y yo me proporcioné un shot proteínico de fortaleza y valentía para cruzar por los valles y cráteres más oscuros del alma. Porque, debo decirlo, todos nuestros deseos tienen también su lado oscuro. El éxito reside en conquistarlos por ambas caras, aunque en ello nos juguemos la salud emocional y la cordura.

Los más grandes y nobles deseos esconden también los más negros temores. ¡Oh, oh! Houston, tenemos problemas... En mi recorrido me topé con temibles fantasmas del pasado dignos de aparecer en una novela de Dickens, murciélagos chupa sangre capaces de absorber hasta la última gota de la savia vital –los dementores de Harry Potter seguro son parientes suyos- y hasta creí ver al mismísimo monstruo del lago Ness agazapado entre las sombras. Después de avanzar por llanos inermes y cráteres profundos y vacíos, de arrastrarme por los valles de la desolación con el gélido miedo penetrando cada átomo de mi ser, requerí hasta de la más pequeña llama de fuerza interior para salir del lado oscuro del alma. Qué suerte que siempre cargo en mis reservas una linterna de esperanza con baterías del “conejito”, como ese que vive en la luna...

Ciertamente el hombre no es más que una mota de polvo en la inmensidad del espacio, pero su ignorancia y arrogancia pueden llegar a ser tan infinitas como el mismo universo. Para muestra, un botón: en mi pequeñez de apreciación he llegado a admirar las fallas de la luna y me he quedado indiferente ante la grandeza del cosmos. ¡Vaya ceguera la mía!

Todavía no sé si lograré conquistar la cara oculta de la luna: llevo mi bandera hecha jirones y perdí a Darth Vader en alguna esquina oscura, mientras me defendía de los chupacabras y lobos salvajes. En un ambiente carente de agua (por más que levanto las piedras a mi alrededor no la encuentro, la NASA me ha timado), las únicas gotas líquidas son las que nacen de mis ojos cuando, cargada todavía con mi niña interior que tirita de frío, vislumbro a lo lejos la luz del horizonte. ¡Houston, hemos reestablecido la comunicación! Como todo en esta vida: no se trata de andar caminos, si no de saber llegar.